Monday, October 01, 2007

Una mirada de vidas antiguas


La montaña tiene una serenidad que fue zanjada por el viento y las nubes que han dejado su espuma al pasar. En cada vislumbre que serpentea desde la danza de sus centinelas incansables, ella sumerge sus siglos en aniquiladoras y casi imperceptibles sacudidas que invitan al visitante a quitar cada una de las siete máscaras que lo esconden de su rayo final. Mientras la recorremos, algo de nosotros escudriña desde la absoluta sustancia que evoca el sabernos parte de la nada; alguna memoria removida se levanta para dirigirse hipnóticamente al reino de su entendimiento, hacia la comprensión del ciclo más antiguo de las emanaciones que traspasaron las capas del océano en el giro de la gran rueda. Ella responde al viajero abriendo sus brazos hacia un espacio de silencio que dibuja sus movimientos en el escenario del latido impersonal, ella pincela la mismidad arrolladora del absoluto desprendimiento de si, ella es la experiencia implacable que deja el lamento atrás, ella es la silueta del fulgor y las pasajeras espirales que lentamente se borran en el firmamento.

Sus mensajeros son la evidencia de lo que fue enterrado, encubierto y enjaulado por ceder libertad a cambio el olvido, ellos revelarán el pacto que alguna vez fue roto. Ellos son quienes surten el vértigo por donde su predilección los invite a cruzar, ellos erigen las marcas imborrables de su intento hacia la claridad; una y otra vez se levantan hasta alcanzarse a si mismos, para luego entonar una melodía que les recuerda que al llegar serán convertidos en otros. En el momento de ser, ellos tañeran las cuerdas y percutirán el cuero que sopla desde el viento solar hasta el pulso de las dos caras, harán el sonido y los movimientos de la matriz ancestral que fue tallada por los milenios. Llevarán consigo el choque y el florecimiento de los nuevos hilos caídos en el surco de mañana, rasgarán las cadenas para hacer vibrar el enlace que emerge desde lo desconocido para vestir el nuevo traje de la percepción. Los signos que marcaron el retorno de los vencidos estarán bañados a la hora en que se abre el portal de los planetas.

El sonido del viento hace callar la ilusión, y los elementos se disponen a la batalla profetizada por las luces y los guardianes del otro mundo; la nieve quema sus ofrendas frente a nosotros y se funde con este cuerpo que busca sus estrellas perdidas en el juego del olvido. Las certezas llueven como la greda fresca que se amolda al segundo de eternidad, al vaivén que es vivido por cada viajero en el horizonte del ombligo. El confín del lazo irrompible y el fractal de la figura de nuestro viaje definitivo tuerce la distancia de lo imposible, crea la realidad a través la insolencia permanente de romper las máscaras y dar con las esporas que fecundarán la sangre teñida por la línea de sentirnos una vez más uno. El confín del lazo irrompible es el arrebol que pasa dibujando las constelaciones de nuestra presencia, y la rememoración de la voz silente es quien estira el tejido que también vive aquí; es quien expande permanentemente este fulgor de sombrillas interestelares en lugares que ahora nos dicen que ya no existe lugar.

La vida nos anuncia el abismo por donde se cuele la otra mirada, nos hace hallarnos en nuestra más antigua morada. Esta otra vida ya no nos permite respiro si no está presente la batalla que constantemente debate a este cuerpo entre dos lugares, entre dos realidades que aparecen y desaparecen como proyecciones gemelas y semitransparentes de un recuerdo aún por materializar. La incertidumbre nunca se hizo tan amiga de la certeza, nunca se hizo tan verbo del ahora, de este regalo que la montaña nos dejó tras renunciar a las anclas del otoño por el impostergable anhelo de encontrarnos a las puertas de un destino sin retorno. Tal vez, nunca quisimos volver la vista hacia atrás y nos faltaba valentía para reconocerlo, nos faltaba saber que hacia tiempo habíamos desaparecido al despedirse el líquido sol.


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