Wednesday, September 19, 2007

La muerte transfigura en vida, la vida transfigura en amor


En la vida de un guerrero hay luces que son las pasajeras, hay emanaciones del códice humano que son leídas y traducidas desde el idioma de la predilección, cualquiera este sea. Son destellos fulgurantes que toman prestada la figura de la paloma y el zorzal para acarrear mensajes y momentos de una memoria que parece no ser nuestra. Estas luces son las pasajeras de un tren fantasma, son los siseos del espectador de la misma vida, son los mensajeros de los sueños que mientras pasan vestidos con la pasión del movimiento, hallan el secreto del rayo marfil que desencadena el acomodador. La luz gira y se contorsiona, vibra, se alarga y se empequeñece cada vez que es estimulada por los matices y sus semblantes.

En la vida de un guerrero hay luces imperecederas que permanecen por siempre en el corazón del caminante, ellas son los trazos interminables del ámbar que se aprestan desde lo inasible hasta convertirse en comandos de vuelo; aunque sólo las podemos conocer desde su efecto en la experiencia, las comprendemos como las constelaciones, como las cascadas de eterna caída que riegan de claridad abismo, como las directrices abstractas que conducen la partida. Estas luces son la línea férrea del tren fantasma, son los pilares del fuego sin edad que percuten constantemente en el avance del cuerpo y acompañan inmanentemente al caminante que ofreció su batalla al ser impersonal.

Hoy, las pasajeras se han entrelazado con las inmortales para adentrarse en lo desconocido. Decidieron unir un instante sus destinos para descubrir con dos manos manto que protege el libro, para mostrar que en infinito hay espacio guardado para el encuentro y la verdadera experiencia del amor, ese amor sereno y desprendido que es también la libertad del cuerpo viajero, ese flujo de vida que recorre cada esquina, cada hogar y cada alineamiento posible entre los pasajes del andar.

Dos ríos convergen en el centro de la nada.
Dos puentes tendidos en las ondas dejadas por un grano de azúcar caído en una taza de café expulsan claridad. No saben porqué, ya no se preguntan por qué. Son los puentes y la fibra nerviosa del viajante.
Dos miradas caen en un abismo de memoria infinita por haber trascendido el propósito y el anhelo de partir; cuatro miradas son una frase que refleja cada lenguaje en un solo lugar.
El anhelo avienta a las dos líneas ascendentes, que en forma helicoidal figuran el mapa del encuentro.
El amor es doble, es la realidad que el miedo es incapaz de detener, es el beso inefable de la quimera siguiendo fotografías dejadas en el ayer, ese cáliz que ahora es presente sostenido.
El amor es el espacio entre las ruedas de una bicicleta antigua que gira sobre los colores crepusculares, que flota sobre las nubes descubriendo la simpleza de la oración.

Hoy has venido a dejar la cadencia de tu voz, has venido sólo para dejar la mirada que tiene el color de las dos luces. Antes de que te llevaran, has dejado una fotografía viva de la piel convertida en la imagen canela de la completitud. Quiero que sepas que también estuve allí, y que mientras los pliegues de la máquina del tiempo se fueron alejando lentamente, fui atesorando ese intento transparente que perfumaste al venir, esa textura que renace y que se envuelve con seda cristalina cada vez que avanzamos un paso más para llegar a nuestro reencuentro.

Para transfigurar, algo debe morir en este cuerpo, algo debe separarse definitivamente para descubrir su unidad esencial, su unidad de vida. Has dejado las huellas en acción.


Friday, September 07, 2007

Rasgar el velo que nos separa de la realidad


Buscamos las dificultades porque necesitamos los dones que ellas nos entregan luego del buen combate; las buscamos y ellas no tardan en aparecer, no escatiman tiempo ni lugar para llegar de frentón a golpearnos enérgicamente justo en el punto donde nuestra energía se escabulle por la natural miseria que aún nos acompaña: es natural por una parte y por otra no lo es. Podemos percibirla como algo natural porque la hemos detectado presente en nuestra vida como acompañante silenciosa, como un código inscrito por generaciones en nuestro ser social y cultural, como letra intrincada de un contrato que desconocemos haber firmado desde el momento de nuestra concepción, una masa foránea de la cual aún desconocemos su ramaje final. Cuando creemos poder sostenerla con nuestra vista y acecharla con claridad, ella muta y se disfraza de intención, se esconde en el encendido de una emoción altruista, supuestamente desprendida y generosa; Cuando creemos comprender sus mecanismos y funcionamientos, ella se aferra a la confusión y al despropósito con garras y con dientes hasta hacernos ceder, se viste tranquilamente de oveja para luego acercarse e instalar su bombilla bebedora en nosotros. Y es así que caemos constantemente en la trampa, una y otra vez nos golpeamos con la absurda necedad que el falso control de la razón inspira, con la engañosa certeza de que ya conocemos los caminos que aún no decidimos recorrer, de que ya entendimos, sabiendo que el entendimiento verdadero nace desde otro lugar: necio, sordo y grandilocuente soy cuando creo haber comprendido la miseria con la cual convivo. Estamos acá porque aún no hemos recogido las armas ni recorrido los senderos, este paso es sólo un entrenamiento para el verdadero encuentro con el pulso total del infinito.

Lo otro es lo que es.

Jeremías observa con detención las hebras, y con la expresión sanadora de sus miradas traídas del ensueño, las endereza en estrategia transparente, brinda carácter y acción a cada signo de la vivencia aprehendida y transformada en conocimiento de caminante; toma cada letra y la da vuelta, para luego sacudirla y extraer toda arena dejada en los imperceptibles pliegues por descuido. Inspira con profundidad y talante, pareciese tomar el aire y las burbujas presentes para llenarlas de intento, de la inflexibilidad templada tras las huellas y huellas que han dejado sus pasos, que han recogido los años y las batallas de las que han brotado líneas interminables de sabiduría.

Daniel está sentado tocando la guitarra, pareciese estar en otro lugar, probablemente cruzando otros puentes y matices de lo incógnito, surcando capas y densidades para luego volver y tejer los acordes de su predilección. Sus notas son nostálgicas y viajeras, llenas hasta el borde de una sed incurable de lo otro, son rayos abstractos que a gran velocidad transportan la percepción hacia linderos insospechados; son idas y vueltas a velocidad luz, que en sus ondulaciones y celeridades van llenando el cuerpo con la experiencia del vacío, con la vivencia que en el oído se incrusta como astilla profunda, para luego dejarla caer en el lugar más lejano de la entraña.

Daniel viajó a otro lugar, y con la voz inspirada de sus cuerdas lejanas y sumergidas, nos evocó la imagen del encuentro, nos situó y nos dispuso en el lugar, bajo el abismante susurro de la montaña que aguarda siempre calma el encuentro con ella.

El paso es rasgar el velo que nos separa de la realidad, el paso es la experiencia, es el lindero de las simplezas que se recogen como los pétalos del ciruelo que danzan en el aire, que expiran y exploran eternamente la profundidad siempre nueva de la montaña, ese sabio laberinto que ha permitido que los siglos estelares pasen por ella y la transformen una y otra vez en nacimiento y aprendizaje.