Wednesday, October 31, 2007

Puño menguante


Un lobo simplemente optó por acercarse, dejó su lugar que estaba a centímetros del sol, avanzó entre los huecos de la hierba y su cola se deshizo entre las antiguas inscripciones de un planeta en movimiento. Su cuerpo se sacudió telúricamente desde dentro hacia fuera, separando su imagen de su sombra. Sus garras recuperaron su puño menguante, sus ojos se transfiguraron en memorias arcanas y en gritos insaciables, sus pupilas en gotas oscuras talladas sobre propósitos que fueron como la piedra inamovible. Su piel se convirtió en metal cuando pudo verse andar desde dos lugares a la vez, y así, notó que su espíritu era como el aullido crepuscular, como un sueño de otra edad. Entonces calló y decidió, calló para darse irrevocablemente a una vida que sólo podía ser acompañada por su muerte, por una extensión del rayo que se le reveló una noche donde el un árbol sin voz le presentó una estalactita realidad.

Recorrió los recorridos entre el espacio pausado por la brecha que deja el pensamiento no pensado y la acción misma del ahora; giró el tiempo para desaparecer su historia dormida entre los cardos y los espinos que marcan la esclavitud con la que se llega a este mundo luego del pacto del olvido. Quiso desvanecer sus hilos y caer en el desierto, mover su soledad en el limbo de los recuerdos y los fantasmas. Condujo su voz semitransparente hasta la morada del cóndor para así saberse nunca importante, para saber llevarla una y otra vez a otro, para traspasar su pecho con el destello que deja el paso de un ave; nunca importante, siempre la sombra doble e invisible de un latido inflexible y sereno. Entonces caminó y puso su vista en los presentes que son como las líneas vibratorias de las islas, ciudades y reinos enteros situados sobre las partículas de infinito que viajan contraluz por un flujo de ser.


Evocación

Un arbusto regó sus turquesas sobre las espinas secas que esperaban su turno para beber de los respiros que se les ofrecen a los mensajeros del alba; una nube se contorneó y luego dobló por el sureste en dirección inversa a la copa de un árbol submarino que fue fosilizado por las eternas pinceladas de las estaciones. La nube volvió una vez que hizo su tarea y cuando su cola reapareció, la sangre brotó como una bandada carmesí, brotó porque lo quiso hacer. Transmutó en la sombra que subía, dejó su espada entre las piedras para convertir su muerte en una extensión de las marcas que trazó la cuerda líquida de un arpa; lanzó sus letras negras hacia el viento, las disparó dibujando truenos ascendentes y zarpazos arremolinados que buscaron la apertura umbilical.

Mientras la tierra callaba por no querer decir nada más, sus heridas y cicatrices le permitieron enfrentar una vez más a los presentes y las entelequias sobre una ilusión de la que nadie quiso creer. El misterio doblegó sus cartas sobre la mesa, siguió su cauce la incertidumbre y el papel se rasgó haciendo aparecer caídas, absurdos, trances y huidas; giros y ofrecimientos de detenerse ahí, justo en el lugar donde ya no hay vuelta atrás. Una voz le asegura que ya es suficiente caminar, que ya ha triunfado. Entonces él se detiene, la contempla con instinto por unos instantes y luego se despide sin decir más, avanza porque no ha sido él quien le aseguró que ya no hay triunfo mientras queden letras y batallas por lidiar, no ha sido él quien trazó los cuadros negros y blancos del tablero, no ha sido él, sino el soplo implacable de un comando de metáforas y mapas, que no es más que el reflejo de un árbol que se proyecta en nosotros cada vez que optamos por ver a través de la ilusión de la realidad.

Monday, October 01, 2007

Una mirada de vidas antiguas


La montaña tiene una serenidad que fue zanjada por el viento y las nubes que han dejado su espuma al pasar. En cada vislumbre que serpentea desde la danza de sus centinelas incansables, ella sumerge sus siglos en aniquiladoras y casi imperceptibles sacudidas que invitan al visitante a quitar cada una de las siete máscaras que lo esconden de su rayo final. Mientras la recorremos, algo de nosotros escudriña desde la absoluta sustancia que evoca el sabernos parte de la nada; alguna memoria removida se levanta para dirigirse hipnóticamente al reino de su entendimiento, hacia la comprensión del ciclo más antiguo de las emanaciones que traspasaron las capas del océano en el giro de la gran rueda. Ella responde al viajero abriendo sus brazos hacia un espacio de silencio que dibuja sus movimientos en el escenario del latido impersonal, ella pincela la mismidad arrolladora del absoluto desprendimiento de si, ella es la experiencia implacable que deja el lamento atrás, ella es la silueta del fulgor y las pasajeras espirales que lentamente se borran en el firmamento.

Sus mensajeros son la evidencia de lo que fue enterrado, encubierto y enjaulado por ceder libertad a cambio el olvido, ellos revelarán el pacto que alguna vez fue roto. Ellos son quienes surten el vértigo por donde su predilección los invite a cruzar, ellos erigen las marcas imborrables de su intento hacia la claridad; una y otra vez se levantan hasta alcanzarse a si mismos, para luego entonar una melodía que les recuerda que al llegar serán convertidos en otros. En el momento de ser, ellos tañeran las cuerdas y percutirán el cuero que sopla desde el viento solar hasta el pulso de las dos caras, harán el sonido y los movimientos de la matriz ancestral que fue tallada por los milenios. Llevarán consigo el choque y el florecimiento de los nuevos hilos caídos en el surco de mañana, rasgarán las cadenas para hacer vibrar el enlace que emerge desde lo desconocido para vestir el nuevo traje de la percepción. Los signos que marcaron el retorno de los vencidos estarán bañados a la hora en que se abre el portal de los planetas.

El sonido del viento hace callar la ilusión, y los elementos se disponen a la batalla profetizada por las luces y los guardianes del otro mundo; la nieve quema sus ofrendas frente a nosotros y se funde con este cuerpo que busca sus estrellas perdidas en el juego del olvido. Las certezas llueven como la greda fresca que se amolda al segundo de eternidad, al vaivén que es vivido por cada viajero en el horizonte del ombligo. El confín del lazo irrompible y el fractal de la figura de nuestro viaje definitivo tuerce la distancia de lo imposible, crea la realidad a través la insolencia permanente de romper las máscaras y dar con las esporas que fecundarán la sangre teñida por la línea de sentirnos una vez más uno. El confín del lazo irrompible es el arrebol que pasa dibujando las constelaciones de nuestra presencia, y la rememoración de la voz silente es quien estira el tejido que también vive aquí; es quien expande permanentemente este fulgor de sombrillas interestelares en lugares que ahora nos dicen que ya no existe lugar.

La vida nos anuncia el abismo por donde se cuele la otra mirada, nos hace hallarnos en nuestra más antigua morada. Esta otra vida ya no nos permite respiro si no está presente la batalla que constantemente debate a este cuerpo entre dos lugares, entre dos realidades que aparecen y desaparecen como proyecciones gemelas y semitransparentes de un recuerdo aún por materializar. La incertidumbre nunca se hizo tan amiga de la certeza, nunca se hizo tan verbo del ahora, de este regalo que la montaña nos dejó tras renunciar a las anclas del otoño por el impostergable anhelo de encontrarnos a las puertas de un destino sin retorno. Tal vez, nunca quisimos volver la vista hacia atrás y nos faltaba valentía para reconocerlo, nos faltaba saber que hacia tiempo habíamos desaparecido al despedirse el líquido sol.